Junkies Promise
La luz se reflejaba en los ojos de Pamela al otro lado de la mesa. Intentaba controlar su pelo para esnifar otra línea de cocaína. Parecía volverse más hermosa cada vez que erguía su cuello para facilitar el transito del polvo hacia su conciencia, o mejor aun, cuando el dorso de su mano repasaba su nariz en busca de algún excipiente que la delatara. Claro, no le importaba, pero repetía el acto mecánico heredado de su primer paso por
Esa noche no habían más estúpidos que los por ella escogidos. Y no los soportaba. Lo único que hacia resistible su incesante balbuceo de metamierda, era tener la seguridad de poder desfigurar a alguno si se pasaba de listo. Más bien, la esperanza de que alguno intentara atizarme un jab y así romperle el rostro sin ningún remordimiento. Pero no paso. Seguía ahí sentado, esperando que la muy puta se levantara, acercara el tubo a mi nariz y me dejase aspirar un poco de su cuerpo.
Ella seguía entreteniendo a las bestias. De vez en cuando me miraba, y yo también lo hacia. Sabía perder mi atención entre la gente, y terminar el trabajo con esa sonrisa fría que me ponía enfermo. Me hubiese cortado un brazo por estar al lado de ella. Saborear la nicotina acumulada en la comisura de sus labios hasta cansarme. Tomar su mano sudorosa y llevarla lejos. Lejos de esta violencia que nos aprisionaba al desencanto, lejos de los recuerdos que nos ataban a la cordura, lejos del fucking miedo que me impedía decirle que huyéramos más lejos que a la mierda. Lejos.
Las horas parecían dispares en la indiferencia.
El más cretino de todos intentaba convencerme con su tesis de que a Freud le gustaba más chupar vergas a que se lo tiraran por el culo. Por mi le hubiese descargado una .50 al muy hijo de puta, hasta que oliera a Minnesota. A él y a su jodido Freud. Pero Pamela tenía otros planes. Me dijo al oído que la siguiera al tocador (si, la muy siútica insistía en su llamar tocador al meadero), que tenía algo especial guardado para mí. Como en una revuelta, todas las ideas se amotinaron en mi cabeza secuestrando la respuesta. Ella sonrió. Tomándome del brazo se abrió paso entre la turba hacia el cubículo, y yo no podía hacer más que seguirla a ciegas a encontrar mi suerte. El habitáculo era del infierno. Un enjambre de mosquitos de peleaban el espacio aéreo sobre el W.C, mientras ella reposaba su cuerpo junto al mío.
Desde mi perspectiva solo podía ver su cabeza inclinada, sus manos en el ir y venir de una preparación más que frenética, mientras su inestabilidad insistía en aplastar su turgente culo contra mi masculinidad. Sudaba como un sentenciado. Lo que estuviera haciendo tendría que ser increíble, aun más maravilloso que lo que estaba pasando en mi cabeza, donde levantaba ese vestido y a la mierda con su sorpresa.
Pamela al fin se decidió a dar la vuelta, acercó su cara a la mía y me dijo con voz de quinceañera excitada que si quería una coketa. Había vivido un tiempo en Centroamérica, por lo que deduje una coketa sería un muy placentero, y a estas alturas medicinal Blowjob. Lo último que recuerdo es haber esnifado esa mierda.
Los diarios titularon con todos los sinónimos de brutalidad que sus comadiabéticos diccionarios soportaban. Algunos dijeron que esto era obra de un chacal, o de desequilibrado que mataba por placer. El hecho es que Pamela había muerto bajo las manos de algún hijo de puta, que tras violarla y descuartizarla, se dio el la maldita tarea de repartir sus miembros por la ciudad. Como si se tratara un macabro niño mimado jugando al escondite.
No podía creerlo, era imposible. La resaca avanzó ganando espacio entre mis dudas hasta noquearme.
Esa misma tarde llegó la policía a mi departamento. No alcancé a abrir la puerta, cuando dos Heckler & Koch apuntaban mi cabeza. Me golpearon hasta la inconciencia mientas me llamaban conchetumadre cobarde.
Desperté en el calabozo de aislamiento de la penitenciaria. Según me informó el fiscal, habrían encontrado la cabeza de Pamela en la cajuela de mi Obsidian, y mi ropa, con su sangre, en la lavandería del condominio.
No lo podía recordar.
En el juicio se probó que era culpable de homicidio con alevosía y ensañamiento, que había actuado premeditado, con extrema brutalidad y frialdad. La prueba clave fue el papel encontrado en mi ropa, escrito por mi letra según el perito caligráfico, y con la sangre de Pamela según el informe de ADN. El papel se reducía a repetir muchas veces PUTA DE MIERDA.
Ahora que debo esperar mí comparecencia ante la muerte, y que el tronar de los percutores me sentencien por última vez, recuerdo lo último que le dije: Ninguna puta pendeja me va a enseñar a disfrutar mi ketamina.
J.F